sábado, 19 de septiembre de 2009

Graduación

Mi celular vibraba estrepitosamente sobre la mesita de noche, sin ánimo de detenerse. Bostecé con los ojos aún entelados haciendo un esfuerzo por recordar qué día era hoy. Un pequeño calendario colgado tras la puerta marcaba con rojo 20 de noviembre.
Definitivamente, tendría las ojeras peor que nunca esta mañana, de eso estaba segura. Había pasado una mala noche, girando entre las sábanas, con un nudo en el estómago esperando este día y, al mismo tiempo, preocupada por Serena, quien al parecer aún no se dignaba en hacer acto de presencia. Su cama lucía intacta.

Bostecé aún más fuerte. Obligándome a abrir mi mandíbula hasta doler. Necesitaba despabilarme a como de lugar.
Me esperaba, sin duda, una larga lista de deberes y preliminares varios, pero eso en realidad no me importaba. No dejaría que nada me arruinara este día.
La frase “No hay plazo que no se cumpla…” resonaba gratificantemente en mi cabeza. Me estiré de manera lenta y pausada, en un intento de despertar cada centímetro de mi adormilado cuerpo, pegoteado a un arrugado pijama de satén color damasco, mientras pensaba en lo increíblemente rápido que habían transcurrido los últimos años. Aquel pensamiento provocó en mí una cálida y estremecedora sensación, transformándose en un repentino alivio; sin lugar a dudas, la satisfacción que experimentaba en ese momento era tan poderosa, que había logrado borrar por completo toda conmoción de amargura, ansiedad, frustración…y por sobre todas las cosas, toda la sensación de estrés acumulada en mi ser durante los últimos 1825 días, previos al día de hoy.
Este día, contra todas las predicciones negativas de mi familia, estaba cumpliendo un ciclo. Había alcanzado mi poco elaborada y auto impuesta meta.


Mi familia es una familia un tanto clásica, apegada a las tradiciones sociales y rituales por el estilo. Sin embargo, desde que la realidad económica se empezó a estancar, disfrazaron su elitista manera de vivir y de pensar, cambiando el discurso frente a la sociedad. Desde ese entonces, las comúnmente llamadas “carreras tradicionales” pasaron a formar parte de su manera de afrontar la vida y acceder a esta nueva elite profesional de una antigua sociedad donde se vivía de lo que heredabas de tus papás; por lo que una buena profesión para mi y mis hermanos se convirtió en su prioridad principal.
Sin embargo, y pese a todas las críticas disfrazadas de consejos, había decidido seguir mis instintos –o mi testarudez y afán de llevar la contra así me hicieron creerlo, al menos-, entrando a estudiar literatura.
- toc toc toc. Sonó en la puerta. – Estás despierta?- murmuró una suave voz, mientras los centellantes ojos de mi hermano José Tomás aparecían en la delgada apertura.
- Pasa Tomy-. Respondí con un hilo de voz intentando aclararme la garganta.
- Felicidades hermanita! -, dijo incorporándose de un salto en mi habitación- en unas cuantas horas serás oficialmente una escritora-. Agregó con una voz picarona que me llenó de felicidad y orgullo.
Al menos alguien esta feliz por mi, pensé.
- Gracias enano-. Respondí esbozando la mejor sonrisa que pude para esas horas de la mañana. Por cierto, haz visto a Serena? -. Agregué
- La verdad, no.
- No llegó a dormir …
Señalé su cama vacía junto a la mía.
- No te preocupes, seguro está bien. Ya verás que pronto regresa. Te esperamos en la cocina para desayunar-. Añadió con una mueca compasiva y se marchó.

Con pesar noté el plural en su voz. Sin duda, aún era demasiado temprano para que mis hermanos mayores hubiesen salido de casa…-puaj!, la que me espera- musité, mientras me incorporaba en dirección al baño a lavar mis dientes.


Un grato olor a canela guió mis pasos por el corredor que daba a la cocina -rara vez se lograba percibir algún olor a comida al interior de mi casa, ya que mi madre los odiaba…para ella era preferible no comer a soportar los aromas del cocinar de Rosita-, las voces de mis hermanos retumbaban estridentes al interior de ella. Me detuve un instante en la puerta de la cocina.
Suspiré.
- Buen día, negra. Felicitaciones!- gritó José Ignacio, el mayor de todos, al divisarme en la puerta, desplazándose hacia mi para apretujarme con sus enormes y fuertes manos que siempre terminan dejándome moretones del tamaño de América.
- Aunch!-. me quejé
- No seas alharaca, negra- dijo con voz de reprimenda mientras me empujaba hacia una de las sillas desocupadas, junto a los mellizos.
- Buen día mi niña, durmió bien?-. dijo mi nana Rosita mientras me servía rápidamente un espumoso café con leche. –Déjeme felicitarla- agregó dándome un apretado mimo con uno sus brazos. Preparé panecillos de canela, sólo por usted.
Me guiñó un ojo dirigiéndose al horno en busca de más.
Asombrada por la repentina muestra de afecto que invadía a mi familia, y un poco atontada con el delicioso aroma de los panecillos de canela y el café recién molido, sólo me limité a asentir y sonreírle en señal de agradecimiento.
- Feliciten a su hermana-. Dijo esta vez, pegándoles unas palmadas en la nuca a José Andrés y José Alfredo, los mellizos, quienes se dedicaban a devorarse los panecillos recién horneados.
- Felicitaciones negra-. Mascullaron ambos dejando entrever una pastosa mezcla al interior de sus bocas atiborradas de comida y leche.
Los mellizos, en casa, siempre se han comportado como verdaderos niños de primaria –bromeando todo el día, jugando video juegos, realizando deportes y comiéndose todo a su paso-, aunque en la práctica ya tienen 26 años. A ellos, se les permite toda clase de excesos. Ambos deportistas natos, se dedicaron desde pequeños a entrenar en practicas como vóleibol y natación, para ingresar hace un par de años a la escuela de ingeniería –en la misma Universidad donde estudió mi padre, por su puesto-. En el exterior, son el clásico prototipo del macho guapo y fuerte, de ojos claros y pelo rubio, al cuál sólo le importa ser exitoso en la vida, tener dinero, pasarlo bien y, por su puesto, ser codiciado por mujeres que encajen en el parámetro de las “sexys y deseadas”, al igual que ellos. Sin duda el tipo de hombre del cuál yo huiría a kilómetros.
Mi hermano mayor - y el mayor orgullo de mis padres-, físicamente muy similar a los mellizos, aunque algo menos deslavado que ellos, ha logrado controlar sus desenfrenos de juventud, disfrazando sus antiguas partuzas en constantes cenas de negocios. De profesión abogado, a sus 29 años de edad, está terminando una maestría en derecho laboral, mientras se desempeña como asesor jurídico en una prestigiosa compañía multinacional.

- Ahora que te gradúas…supongo que al fin entraras a estudiar algo que valga la pena, hermanita-. Dijo José Andrés entre risas burlonas, embutiéndose un panecillo casi por completo en la boca.
- No seas pesado, Andrés.- Replicó José Ignacio con una seria voz de hermano mayor, mientras me sobaba la espalda como si estuviese compadeciéndome. No ves que hasta no tener el cartón en las manos, no podemos asegurar que se haya graduado.- agregó explotando en una molesta y sarcástica risa.
- Jajaja, yo creo que primero vemos a la mamá friendo sopaipillas antes que ver a la negra estudiando algo decente!- agregó José Alfredo a la candente conversación-.
Las risas iban y venían, al igual que los chistes y bromas a costa mía. Logré recordar lo perfecta que me sentí minutos atrás al despertar, y como me había prometido a mi misma que absolutamente nadie me arruinara este día. Pero las aullantes risotadas interrumpían mi concentración y esto sólo acentuaba mi molestia.
Intenté controlar los habituales deseos de salir corriendo que invadían mis entrañas, cada vez que me detenía a pensar en la clase de hombres que criaron mis padres. Seres egocéntricos, codiciosos, egoístas, crueles y mujeriegos, de los cuáles estaban tan orgullos.
Lentamente sentía como la rabia comenzaba a invadir mi rostro, cambiándolo a una tonalidad rojiza.
El asqueroso e insoportable masticar de los mellizos se volvía prácticamente ensordecedor. En la confusa neblina de mi mente anestesiada por la ira repentina, a punto de estallar, percibí la dulce voz de mi Tomy.
- Negra, ábrelo-. Interrumpió José Tomás, empujando hacia mí una cajita rosada del tamaño de un melón.
Aún aturdida por la repentina sensación de ira experimentada, deslicé pausadamente mis ojos en dirección hacia la caja.
- Ya po` Mila-. Volvió a decir Tomy con un dejo de insistencia en su voz.
Lo miré dubitativa y me apresuré a abrir mi regalo. En el interior, había un hermoso osito de peluche vestido con toga y birrete de graduación. Al verlo, una instantánea sonrisa se esbozó en mi rostro, mientras escuchaba a Tomy murmurarme con orgullo –lo compré yo solo-.
- Gracias hermanito lindo, esta precioso-. Le respondí dándole un apretado beso en su rosada mejilla. Me encantó, de verdad –asentí con la cabeza-.
- De nada, Mila-. Me respondió con una mueca avergonzada, mientras sus hermosos ojitos celestes me miraban con ternura.
Aquella mirada, borró todo resto de furia guardada en mis entrañas. Haciéndome recordar el porque, pese a mis fervientes deseos, nunca me había ido de la casa. Estaba ahí por él, por mi pequeño e inocente José Tomás, mi Tomy.
José Tomás es el menor de la familia, y el accidente pre menopáusico de mis padres. Con tan sólo 13 años de edad, este pequeño era capaz de mover en mí toda la ternura que habían borrado mis hermanos mayores hasta antes de su nacimiento. Tenía 10 años cuando Tomy nació, y desde el primer momento en que vi sus rizos dorados y sus enormes y alucinantes ojos color cielo, supe que debía hacer todo lo que estuviera a mi alcance por hacerlo feliz e impedir que se convirtiera en el monstruo que eran mis otros hermanos, aunque esa fuera mi única misión en la vida.
De repente, una oscuridad nubló mis pensamientos y me cegó por completo. Sobresaltada volví en mí, para darme cuenta que una enorme mano tapaba mis ojos. Redoble de tambores gritaba uno de los mellizos dando palmoteadas resonantes en la cubierta vidriosa de la mesa, mientras las otras voces coreaban entusiastas –negra!, negra!, negra!-. La ansiedad y el nerviosismo se apoderaron de mi estomago por completo –usualmente debo correr al baño a hacer pipí cuando ocurren situaciones que me causan estrés…es como si de alguna forma, tuviera conectadas las sensaciones extremas a mi vejiga….afortunadamente había ido al baño al levantarme, por lo que estaba segura que nada liquido mojaría mis pantalones de manera repentina-, no sabia que pretendían mis hermanos ahora…desde pequeños habían experimentado en mi toda clase de torturas y bromas crueles, por lo que nada debía de sorprenderme mas de lo normal, sin embargo, la emoción en la voz de los mellizos, me hizo pensar que quizás, esta vez me equivocaba.
Estaba comenzando a entrar en pánico, podía percibirlo en mis acelerados latidos. Intenté concentrarme en mi respirar, para aliviar de alguna forma la notoria tensión que estaba invadiendo mi engarrotado cuerpo. Si visualizo el peor de los escenarios, en la práctica nada podría resultar tan malo, pensé. Pero desde el agradable aroma a comida -inexistente en mi hogar-, esa mañana todo me resultaba demasiado diferente a una mañana habitual. Definitivamente no había forma de poder imaginar que es lo que me esperaba.
Suspiré en un espasmo neurasténico de excitación angustiosa, intentando en vano llenar mis pulmones de aire. Apunto de estallar en un colapso de hiperventilación aguda, la mano que cubría mi visión se relajó, cayendo a un costado de mi rostro.
- Que exagerada, negra-. Dijo decepcionado José Ignacio, quien tapaba mis ojos.
- Cada día mas neurasténica.-
- Igual que la mamá po`!-
- Ya no se le puede dar ni una sorpresa sin que colapse-. Se carcajearon a coro.
Di una mirada histérica a mí alrededor, y al notar que no me caería un balde con agua encima, ni un tarro de pintura teñiría mi cabello, ni ningún asqueroso insecto estaría posado sobre mi cabeza…me sentí profundamente avergonzada de mi reacción, ruborizándome por completo.
Por supuesto, mi repentino cambio de tonalidad, provocó otra carcajada general.
- Negra, no seas tonta, no te vamos a hacer nada-. Agregó José Alfredo
- Entre los 3 te compramos un regalo…por tu graduación pues Emilia, eso es todo-. Continuó José Ignacio, un tanto disgustado por mi desconfianza hacia sus repentinas buenas intenciones.
Muy rara vez me llamaban por mi nombre en casa –salvo por mi madre-, mi papá me bautizó como “negra” desde el momento en que mis pulmones inhalaron por primera vez oxigeno en señal de vida. No es que sea morena, en realidad mi piel es un tanto más blanquecina que el promedio, mis ojos color ámbar son bastante más claros que los ojos cafés en general, y mi cabello de un color ceniza achocolatado, también escapa del castaño oscuro tradicional. Sin embargo, para una familia donde todos sus hijos son extremadamente rubios y de ojos color esmeralda o cielo, eres casi un carboncito salido del bracero.
Nunca me molestó el hecho de ser la negra de la casa. Aunque con el tiempo llegué a pensar que tal vez había sido abandonada en la puerta de entrada y que por eso siempre opinaba -y lucía- distinto al resto…pero en una de las investigaciones para avalar mi teoría, encontré una foto de mi padre en su juventud, con exactamente el mismo color de cabello que el mío, sólo que yo no lo recordaba ya que mi memoria únicamente lo visualizaba cubierto por un manto de canas blanco plata.

Me sentí un tanto apesadumbrada por haber juzgado tan mal a mis hermanos. Después de todo, los había hecho enfadar con mi reacción, cuando por primera vez, sólo intentaban ser amables… miré la cara de decepción de los 3 mayores, y no me quedó mas remedio que rendirme y reconocer que me había equivocado. Aunque fuera sólo por esta vez.
Suspiré profundamente, mientras exclamaba un suave –lo siento-.
Un breve silencio invadió la cocina. Podía sentir como los ojos de todos estaban posados sobre mí. Deslicé la vista hacia mis pies, prefería no saber con exactitud que es lo que decían aquellas miradas juzgadoras.
- De verdad nos temes, eh?-. Preguntó José Andrés rompiendo el silencio.
Su voz sonaba demasiado risueña para estar enojado.
- No es miedo- le corregí, con un evidente tono de temor en la voz pese a mis esfuerzos por ocultarlo.
- Ah no?
- Mmm… como comprobar que realmente no nos temes?
Sus miradas maliciosas aceleraron el latir de mi corazón. Intenté tragar saliva, pero fue en vano.
- Se te ve pálida hermanita- agregó José Alfredo-, ni que se estuviese quemando algo!- carcajeo.
Todos los miraron con gestos de reprobación mientras él poco a poco fue apagando su risa hasta quedar en un completo hermetismo.
- Pero que idiota eres Alfredo-. Le regañó Ignacio.
- Lo siento…
- La cagaste-. Agregó Andrés, levantando las cejas.
- Chiquillo bruto-. Exclamó Rosita pegándole otra palmada en la nuca-. Tranquila mi niña-, dijo acercando mi cabeza a su pecho. No les hagas caso-. Susurró una y otra vez, acunándome con firmeza.
El fuego era un tema sensible para mí. Hace unos atrás, un año antes de que Tomy naciera, estaba en mi clase de química, en la escuela. El profesor nos enseñaba la composición de algunas sustancias y su reacción al juntarse con otras.
Tenía el cabello largo en aquel entonces, casi a la altura de la cintura. Rosita lo cepillaba todos los días antes de irme a la escuela, y me hacia un moño hacia el lado o me plantaba un cintillo color rosa.
El laboratorio de química era frió y sombrío, con las paredes y el piso de azulejos blancos, y diminutas ventanas en la parte superior, casi al borde del techo. En cada extremo del salón, un lavamanos metálico y botellas con desinfectante. Las mesas puestas en forma de U, daban paso a una especie de repisa de 3 peldaños, repleta de frascos apilados con líquidos de colores en ellas. En el centro, una mesa un poco mas alta que las otras, donde se sentaba el profesor a darnos instrucciones.
No me gustaba mucho ir al laboratorio, ya que un aroma azufrado te golpeaba al entrar y te impregnaba por completo el día entero, provocándole verdaderas nauseas a mi madre en mi regreso a casa. Además me obligaban a ponerme un largo y blanco delantal que me hacia parecer como una monja fantasma –al menos eso decían mis hermanos-.
Recuerdo que aquel día, la clase inició como de costumbre. El profesor dio un par de instrucciones a viva voz, y repartió los materiales que utilizaríamos. Tomé un frasco vacío y vertí un líquido verde en él. Luego anote en mi cuadernillo la composición química del dichoso liquido verde. En ese minuto, la voz de mi compañera de asiento distrajo mi atención. Giré hacia ella para contestarle, viendo de soslayo como los demás vertían otro líquido en sus frascos.
Indecisa, miré a mí alrededor intentando adivinar que tocaba agregarle esta vez a la pócima.
Tenía frente a mi, 3 vasitos cuadrados con líquidos en su interior. El primer líquido era amarillo, el segundo era rojo y el tercero incoloro.
Mire los frascos de mis compañeros y sus pócimas seguían siendo verdes, por lo que deduje que debía agregar el liquido incoloro. Mala elección.
Nunca supe exactamente si era alcohol o no. Lo único que recuerdo fue una llamarada que salió de mi frasco explotando hacia mí.
Instintivamente cubrí mi rostro con mis brazos inclinándome hacia abajo, pero la llama me alcanzó y se posó en mi cabello.
Recuerdo el chillido aterrado de mis compañeros, mientras el profesor se abalanzaba sobre mi cabeza, cubriéndome con una toalla mojada.
Desperté media hora más tarde en la camilla de un hospital. Mi madre gritaba al teléfono fuera de la habitación –asumo que hablaba con el director del colegio-, mientras mi padre intentaba no estrangular al profesor de química, quien afligidamente se disculpaba por lo ocurrido.
A penas abrí los ojos, Rosita se abalanzó sobre mí. Tranquila mi niña, todo va a estar bien, ya va a pasar –me repitió una y otra vez-. Pero su rostro acongojado decía lo contrario.
Una punzada de ardor, proveniente de la espalda, me hizo deslizar las manos hacia atrás. Una enorme gasa cubría mis hombros, mi cuello y una parte de mi espalda.
Mi largo cabello ya no estaba. En su reemplazo, unos mechones dispares chamuscados intentaban en vano adornar mi patético rostro de dolor.
Con el tiempo el cabello volvió a crecer fuerte y sano, tal como lo dijeron los médicos. Pero mi espalda y un trocito de cuello, requirió un par de cirugías para lucir normal otra vez.
Hasta el día de hoy conservo una pequeña franja de piel arrugada y más oscura que el resto en la zona operada, prácticamente imperceptible, ya que mi pelo suelto cubre de ella casi en su totalidad. Sin embargo, nunca lo volví a dejar tan largo como antes, no más de unos centímetros bajo los hombros… sólo por precaución.
Resultaba evidente que aún temía al fuego y probablemente siempre lo haría. Pero la mirada angustiada de todos, me obligaba a decir lo contrario.
- Tranquila-. Dije dirigiéndome a Rosita mientras me enderezaba. No culpen a Alfredo, el sólo intentó hacer una broma. Esto es algo que pasó hace mucho tiempo y…
- Si, pero fue una torpeza de mi parte. Me olvidé negra, perdóname.- interrumpió.
- No Alfredo. No te disculpes. No tienes culpa de nada-. Respondí. Nadie la tiene. Además es un tema que tengo completamente superado, casi ni recuerdo que pasó exactamente ese día- mentí.
Me aterraba el simple hecho de escuchar la palabra fuego. Ni siquiera era capaz de estar cerca de una parrilla de asados…y en las noches, de vez en cuando, aún despertaba sollozando con la sensación de mi cabello en llamas… pero no podía seguir atormentando a mi familia con el recuerdo de mi accidente, que por fortuna no tuvo mayores consecuencias físicas.
Aunque probablemente se merecían un pequeño remordimiento de vez en cuando, no podía permitirlo si aquello incluía a Tomy. Por su bien, debía dar por superado el asunto.
- De hecho...-volví a mentir. Creo que me dan más miedo ustedes que el fuego…
Sonreí hacia ellos lo mejor que pude.
- Yaaaaa-. Respondió Andrés con ironía.
- Ni que te hubiésemos torturado negra. Que dirían los papás si te escucharan
- Te hacíamos una que otra bromita de repente no mas…
- Es que eras muy debilucha, por eso te lo tomabas todo a la tremenda
- Sí me acuerdo!, parecía una hilacha con lo que se pusiera, jajá
- Yo me acuerdo que de las piernas te colgaban dos hilachas…
- No, Esas eran sus piernas! jajaja, cuando la mamá la obligaba a ponerse vestido los días domingo...
Al menos ahora todos reían de nuevo…aunque otra vez fuese a costa mía. Me uní en la risa con ellos. De verdad mis piernas parecían hilachas en aquel entonces.
- Realmente fuimos tan malos?-. Preguntó Andrés
- Fueron tremendos!
La frase me salió tan natural que me dejo sorprendida. Con la honestidad suficiente para que supieran que era cierto lo que decía, y con la fuerza necesaria que vieran que no estaba dispuesta a aceptar los malos tratos nuevamente.
- Guau!-. exclamó Alfredo. No sabía que te teníamos tan traumada.
Su cara reflejaba un arrepentimiento sincero –y un alivio por el nuevo rumbo de la conversación-.
- No, traumada no es la palabra –mentí, otra vez-, es sólo que… me mantuvieron a la defensiva todos estos años. Creo que me acostumbre a ello- agregué encogiéndome de hombros.
- Lamento si te herimos demasiado- me respondió poniendo su mano en mi hombro.
- Sólo pretendíamos herirte un poco- agregó Ignacio entre carcajadas, guiñándome un ojo.
Todos reímos a coro con él.
El pequeño Tomy parecía no entender mucho de la conversación, pero estaba fascinado de vernos reír todos juntos.
- - OK, así que sólo un poco- asentí. Lo hubieran dicho antes- bromeé
- Jajá- volvió a reír José Ignacio-, abre tu regalo negra que se me hace tarde para el trabajo.
- Que lo abra, que lo abra-. Corearon los mellizos.
Tomy observaba con expectación cada uno de los rostros presentes, deslizando su mirada suavemente por cada uno de nosotros. Sus ojos se clavaron en la enorme bolsa de regalo que estaba apoyada en el piso junto a mí.
La tomé con fuerza, esperando encontrarla algo pesada, pero nada ocurrió. La bolsa se levantó suavemente a la altura de mis piernas. La deje caer en mi regazo. Dentro de ella había una caja negra…zapatos, pensé. Ojalá no sean de taco, esperé sin mucha convicción.
Saqué la caja del interior de la enorme bolsa de regalo, la abrí con cuidado, mientras me preparaba mentalmente a poner cara de sorpresa y alegría al ver su contenido, sin importar cual fuera éste. Sin embargo, dentro de la caja, había otra caja igual, un tanto más pequeña. –Típico-, pensé decepcionada, pero la cómplice risita de Tomy me hizo sentir curiosidad. Abrí la segunda caja.
En su interior, una tercera caja yacía inerte, la abrí. Por supuesto, otra caja más pequeña reposaba dentro de ella. La situación comenzaba a fastidiarme, pero decidí seguirles el juego. Aquí vamos de nuevo. Como no estaba segura que rumbo tomarían las cosas, preferí no arriesgarme en desatar mi enojo, y resignada seguí abriendo cajas.
Conté 7 cajas de diferentes tamaños hasta llegar a una caja del tamaño de mi teléfono celular. Esperando no encontrar nada en ella, resignada a la broma ridícula de mis hermanos. No te enojes, no te enojes, me repetí internamente. La abrí.
Para mi sorpresa, sí había algo en su interior.
Una plateada y reluciente llave de auto descansaba en el terciopelo azul de la cajita. Aturdida, mire con incertidumbre los rostros de mis hermanos. Todos sonreían ampliamente y me contemplaban en el más absoluto de los hermetismos.
- y…que…es…esto?-. Murmuré tímidamente, aun sin poder salir de mi asombro por completo.
- Mmm -. Resoplo Ignacio
- No imaginas lo que es negra?- agregó José Alfredo, enarcando escépticamente una de sus cejas.
Sabía que en la caja había una llave de auto, pero no podía convencerme que en realidad mis detestables hermanos mayores estuvieran regalándome uno. De cuando acá tanta amabilidad?, de cuando acá tanto amor hacia mi persona?...ni siquiera mis padres habían sido capaces de comprarme uno...era la única integrante de la familia que no había recibido un automóvil en su cumpleaños número 18, por el simple hecho de ser mujer –suponía-, tal vez… de verdad estaban arrepentidos… o el daño dejado en mi ya era demasiado evidente?... las preguntas iban y venían de mi mente, sin lograr alguna explicación coherente.
La incertidumbre se apoderaba de mí ser a una velocidad exuberante. Las dudas inundaron mi cerebro de malicia. No, no había otra explicación. Esta debía ser otra broma cruel de mis hermanos.
Apreté los labios, intentando contenerme. Como pude ser tan tonta?... había caído en la trampa otra vez. Habría sido todo el rollo del fuego un asunto planeado por ellos para ablandarme, recordándome algo que sabían me debilitaría mentalmente?... tanto así me odiaban, como para querer arruinarme también este día?... Quería gruñir de la irritación.
Contuve la respiración unos segundos, obligándome a no perder los estribos. Una tibia lágrima rodó por mi mejilla izquierda –odiaba cuando eso ocurría-. Mi garganta se puso amarga de tanta rabia y desilusión contenida. Mis labios incontenibles, dibujaron una tímida mueca de tristeza.
Tomy corrió hacia mí y me estrecho con sus delgados brazos. –Prometo que es lindo-, me aseguro susurrando en mi oído, pensando –afortunadamente- que lloraba de emoción.
Lancé una mirada de estupefacción hacia él. Mientras los mellizos lo apartaban de mí, para poder cogerme de ambos brazos y arrastrarme hacia el jardín.
Un hermoso Volkswagen Beetle descansaba frente al portón. Su inmaculada carrocería, de un rosa pálido casi plateado, resplandecía con la luz del sol.
Siempre quise tener un escarabajo, aunque sabía que mi renta como literaria no me permitiría darme muchos lujos, estaba decidida a ahorrar para comprarme uno. Jamás pensé que vería uno de mis sueños cumplidos gracias a mis hermanos… y mucho menos en versión moderna.
Estaba atónita. Probablemente más pálida que de costumbre. Las rodillas me temblaron de emoción y culpabilidad a la vez. El amargo sabor de mi garganta fue reemplazado por un leve cosquilleo que llegó hasta mis pulmones.
Inhalé profundamente, varias veces seguidas, hasta sentir la fuerza suficiente para poder controlar el sonido de mi voz.
- Muchas gracias-. Dije suavemente, esperando que mis ojos –ahora sí lacrimosos de emoción- explicaran de mejor manera lo que, realmente, significaba para mi ese momento -más allá de lo material-.

Me quede contemplando como mis hermanos probaban el nuevo auto…mi auto, revisando cada pequeño detalle dentro y fuera de él –catálogo en mano-. Pensando en lo mucho que me habían sorprendido esas sabandijas –para bien-, y en lo apresurada que había sido en juzgarlos –para mal-. Tal vez en el fondo… muy en el fondo…no eran tan malas personas.
Diversas emociones chocaron dentro de mi, algunas justificando mi postura defensiva, recordándome sus actitudes y mis experiencias pasadas…otras, haciéndome sentir completamente avergonzada. Una refrescante brisa golpeó mi cara, y calmó mis pensamientos. El aroma a caucho nuevo de las llantas se mezclaba grácilmente con el del pasto mojado y las flores, emergiendo como una oleada embriagadora. Deseé que Serena estuviera conmigo… ella es mucho mejor con el mundo de los aromas que yo, pensé. De pronto me encontré sola. Lo último que recordaba era la imagen difusa de mis hermanos girando alrededor del nuevo auto. Seguramente ya era tarde y todos habían partido a sus labores cotidianas, sin siquiera percatarme de ello.
Reí resignada.

Serena regresó a casa cerca del medio día, con una evidente cara de cansancio producto de la juerga de la noche anterior. Bebió un poco de agua sin advertir mi presencia, y caminó rumbo a la habitación. Ni siquiera quiso acompañarme a almorzar. Lo único que le interesaba en ese minuto era dormir y recuperar fuerzas para volver a salir. Decidí no tomarla en cuenta y concentrarme en mis quehaceres.


La tarde avanzó más rápido que nunca.
Sin percatarme exactamente cómo, me encontraba parada en una larga y retorcida fila detrás de una espesa cortina de terciopelo, a un costado del escenario.
Una pulcra y ronca voz llamaba uno por uno a los excitados alumnos de túnicas azuladas.
En un movimiento de la cortina, logré divisar a mis padres sentados casi en primera fila –se encontraban solos ya que únicamente había pedido dos entradas para el evento, ahorrándome el disgusto de que mis hermanos rechazaran la invitación. Quise invitar a Tomy, pero por un lado pensé que se aburriría y por otro, resultaba mucho más creíble decir que sólo podían asistir los padres, a que sólo podían asistir los padres y tu hermano favorito-. Para mi sorpresa, lucían entusiasmados.
Los minutos transcurrían lentamente pareciéndome interminables, entre los nervios propios del momento y la tormentosa sensación de estar parada sobre sandalias de taco aguja hace horas. Sentí como un leve entumecimiento invadía los dedos de mis pies y punzaba mis talones, incomodándome por completo. Odiaba los zapatos de taco alto, no sabía si quiera sostenerme mucho tiempo en ellos sin gimotear. Desee tanto unas pantuflas aunque fuese por un instante…tranquila, ya va a pasar, me repetí. Disfruta el momento, concéntrate. Te esforzaste 5 años para llegar a este día. Calma y concentración. Calma y concentración, repetí para mí una y otra vez, como si mi mente tuviese el mágico poder de borrar el quemante dolor de los huesos de mis pies.
Resignada, decidí ignorar toda molestia física y concentrarme en mis compañeros. Giré lentamente sobre mí y contemplé al grupo en silencio. Una poderosa luz amarillenta dejaba entrever nuestros poros y nos hacía lucir algo deslavados. Los diversos rostros, más expresivos que de costumbre, susurraban entre sí, sin romper la culebreada formación. La contenida risita de uno de ellos, me distrajo por segundos. Volteé rápidamente. Habían llamado a la niña que me antecedía en la fila. En cualquier momento será mi turno, pensé mientras mis tripas se retorcían nerviosas en mi interior.
- Srta. Emilia San Martín Clegg-. Llamó de pronto la voz.
Inhalé profundamente, y olvidando que mis pies me mataban, caminé en línea recta a recibir mi diploma.

2 comentarios: